Por Eugenio Taveras
Acudí al Hospital Cabral y Báez de Santiago, República Dominicana, a llevarle unos medicamentos a un sobrino que tenemos interno.
Ingresé a las instalaciones del elefante blanco por la 27 de Febrero y llegué hasta la puerta de la morgue porque en la antesala observé un hombre desplomarse en medio de gritos y desesperación, situación que me llevó a investigar las razones y descubrí que habían fallecido dos jóvenes, hijos del caballero desparramado en el piso de la primera planta en el área de cafetería.
Cuando me acerqué al portero que controla las entradas y salidas del salón donde depositan los ido del mundo de los vivos, el joven me preguntó que si tenía relación con los familiares de los muertos, a lo que respondí que no y que era periodista.
La sorpresa no pudo ser más clarividente, estupefacta y desconcertante cuando el celador me informó que “a los periodistas no los dejan entrar a esta área ni tampoco a la de emergencias”. En un momento sentí impotencia, no porque me dieron la odiosa información, sino porque hay una tajante confusión con los que somos periodistas y los delincuentes que andan pescando en río revuelto, en busca de tragedias para venderlas por centavos.
Pasaron unos segundos antes de recapacitar y decirle al vigilante que me alegraba por la información ofrecida, aunque sigo sin entender el porqué las autoridades del hospital no hacen un aparte y piensan que no todos los que visitamos esa estructura, aunque yo no andaba buscando noticia de ninguna índole, encajamos en la muchedumbre de delincuentes enganchados a comunicadores, recogedores de incidentes y accidentes, donde la materia prima principal es la sangre con olor a muerte.
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