Tony Rodríguez
El sábado, mientras Jesús escalaba
al cielo para estar sentado a la derecha del Padre, iba camino a Puerto Plata
surcando el asfalto por los caminos de Villa González, Navarrete, Altamira y Maimón.
Aceptando las indicaciones de
los socorristas y agentes de seguridad estatal, que emitían las señas de
encender luces y mantener el cinturón puesto.
Deseando llegar a tiempo al primer
destino de playas, no precisamente por darle humedad a la piel, sino porque en
Maimón está aquel fogón típico a la leña, que para nada censura la autoridad
medioambiental, porque también ellos disfrutan del manjar del pescado frito
entre brasas en la fonda Johan. Temía
porque el masivo retorno de los playeros pudiera agotar los peces, especialmente
la especie cotorra que ajusta al dedillo al sazón exquisito exclusivo de aquel
lugar.
Atravesando el túnel, sorteando
curvas, mirada obligada hacia arriba al estadio encumbrado de Bartolo Colón, cruzando
puentes, venciendo montañas, soplando los puestos de frutas y víveres de la
ladera del camino.
Velocidad moderada, adecuada al
Sábado Santo, par ojos advirtieron unas guanábanas puestas sobre una mesita de
cuatro patas medio oxidadas. Atento al
retrovisor, detuve la marcha.
Recordé las propiedades
infinitas de este fruto, que médicos y fabricantes de medicamentos tratan de
ocultarle al mundo. Oh Dios, divino fruto
terrenal del árbol de Graviola, producto milagroso para matar las células
cancerosas, 10 mil veces más potente que la quimioterapia.
Se la considera además
como un agente anti-microbial de ancho
espectro contra las infecciones bacterianas y por hongos; es eficaz contra los parásitos internos y los
gusanos, regula la tensión arterial alta y es antidepresiva, combate la tensión y los desórdenes nerviosos.
Dichas estas propiedades,
empalmo de nuevo la historia. Un micro-clima en el lugar de la parada, mi primo
desmontó primero del vehículo, luego yo con aire de negociante. Al minuto de sentirnos extraños en el lugar,
un señor pelo lamido hacia la izquierda, bigote rizoso, salió de una casa
campestre. Le pregunté el precio, 3x100,
le riposté la oferta, todas por 100 pesos, eran cinco. Lo pensó, aceptó
resentido, le pasé una papeleta mamey y abandonamos el lugar como el que ha
ganado batalla.
Me sentía General Luperón,
inteligente como Einstein, astuto como Hemingway. Por cien anémicos pesos había conquistado
frutos más valiosos que el oro de Barrick.
El camino seguía largo, los
estómagos desesperados, las mentes trastornadas por el credo de que los
playeros acabarían con todos los pescados.
Llegamos al parador, el olor a leña prendida nos recibió.
Un servicio de lambí llegó
primero a la mesa, luego las cotorras, las papas, las batatas, los tostones, el
moro de guandules. Mi prima, que no desmontó del vehículo en la primera parada,
lució restablecida luego de repasar el manjar.
Con muchas fuerzas, continuamos
al norte de la isla. Una tercera parada nos enterneció, el funicular pasaba
sobre nosotros. Espontáneamente
surgieron las fotos para facebook, y aquellas prolongadas miradas hacia el
Cristo de la Libertad. Lamentablemente,
era tarde para subir a la Loma Isabel de Torres.
Seguimos, motivados por el
mar. Una nueva parada para facebook en
el Parque Central. Imponente la glorieta
de dos niveles, Duarte en estatua, la bandera tricolor flotando, las palomas
descansando en techo, la catedral San Felipe vigilándonos.
El mar seguía con su imán, continuamos
al malecón obviando el lado de Neptuno, en ruta a la puntilla. La tarde en su último aliento de vida, fotos
en la Fortaleza San Felipe, frente al mar, hacia el lado del muelle, en el
Monumento a los caídos del accidente aéreo de 2006 y un último jadeo de luz nos
pusimos de espaldas al general Luperón (estatua ecuestre), sellando el reporte
gráfico de un hermoso viaje, que nos dio un regreso a Santiago cargado de guanábanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario