martes, 29 de septiembre de 2009

La supersticiosa (cuento, año 2005)
Autor: Tony Rodríguez

Es una de esas vivencias de la niñez que se conservan hasta la muerte. Iba caminando a la barbería de Pití a cortarme el pelo, y en el trayecto me tropecé con una escoba y varias monedas. Cinco centavos bordeaban la escoba de guano, lo que pintaba un cuadro de hechicería, conforme a esas historias hechas por personas ignorantes de la razón, y a la vez constituía un hallazgo del capital con el que un niño de once años podía hacer placentero su viaje acompañado de unos dulces.

Incrédulo y burdo, recogí los centavos, compré los dulces y continué alegremente la ruta. El caso es que en el camino, a pocos metros, tropecé, por no haber medido bien la distancia del asfalto a la acera, terminé en un baño de aguas pestilentes que corrían por el contén.

No sé como vino el tema, pero le conté la historia a mi amiga Rosmery. Estaba seguro que ella, como yo, no creería en eso de brujerías y hechizos. Pero, para mi sorpresa, mi amiga destapó varias historias que ocultaba con el manto de apariencia de chica civilizada.

Me contó que su tío Engracio se encontró de golpe con una bruja una noche que se dirigía a la casa en su motocicleta. La mujer cayó del cielo estrellada justo en la rueda delantera del aparato. Sin comprender, el hombre corrió hasta que unas personas lo detuvieron y calmaron. Fueron con él a buscar la motocicleta, y allí estaba, pero no había rastros de la bruja ni de la escoba que vio tiradas en la carretera minutos antes. Nadie creyó.

Yo, por supuesto, tampoco le di crédito a la historia. Cuando Rosmery la contaba, permanecí quedo con los ojos clavados a los de ella, quería estar seguro de que era mi admirable y respetada amiga la que contaba esas cosas.

Para ensalzarla, disimulando la ignorancia que percibía en ella, le conté otra historia, aquella del tío Javier, que le pidió a mi padre que reparara el peine de madera que estaba en la parte trasera de mi casa, para evitar que una de las rendijas pudiera penetrar una bruja a hacerle un mal a mi hermanito Segundo. Rosmery corroboró con lo que conté, e inició otras de las que ella asegura sucedieron en realidad. El abuelo, que solía visitar en el campo en sus tiempos de niña, una noche salió de la casa, en puntillas, era que se escuchaban unas risas sobre el techo, y con una alabanza cayó la escandalosa bruja.

Otra noche, en la misma casa se escuchó la risotada, ya todos estaban inquietos por ver la hazaña del viejo, fue por eso que salieron al patio, sobre el techo había una gallina de plumas oscuras. Cuando el abuelo terminó la oración el ave voló hasta estrellarse en un árbol cercano, y en el oscuro ambiente apareció una mujer que marchó huidiza. La sospecha de todos y la conclusión de Rosmery, fue que esa mujer que pasó muda por la calle era la responsable de las risas que había escuchado y la que convertida en gallina voló espantada por la oración del abuelo.

Cuento

UN DÍA EN EL RIO (cuento)
Autor: Tony Rodríguez. Año 2008

Mi madre dice que los domingos son aburridos. Que los tiempos han cambiado porque ya la gente no anda uniformada de blanco ni acude a las misas. Los pobres no salen a ver vitrinas ni matan el tiempo recorriendo de extremo a extremo la ciudad en los autobuses públicos, ahora solo es beber y escuchar música en las esquinas. Los tígueres están pendientes siempre de las vecinitas en su afán de conquista. Hay muchas que les hace caso, por eso se ha llenado de carajitos el barrio.

Odiamos los fines de semana porque no hay trabajo ni escuela. El calor y los mosquitos se sienten más en la casa, el techo de zinc parece derretirse lava volcánica, mientras los insectos afinan sus gargantas y aguijones. Por eso fue que mi hermana reventó de alegría cuando mami aceptó la invitación del vecino de pasarnos el día en el río.

Un fogón de tres piedras a la sombra de un árbol sirvió de cocina para un rico arroz con pollo.

Mi hermana y yo nos cansamos de descubrir lugares, recorrer las laderas del Yaque, darnos chapuzones y arrojarnos chorros de agua. Desde aquella vez que mi difunto padre me regaló la muñeca Barbie, que peiné y acaricié hasta desprenderle todas las hebras y gastarle la ropa, no me había divertido tanto.

Decidimos alejarnos por el camino que conduce a la carretera. Allá arriba, el hombre de barbas blancas detuvo su camioneta y nos preguntó que porqué andábamos descalzas. A mi hermana le pareció graciosa la pregunta y no pudo más que contestarle con una sonrisa, pero a mi no me dio confianza, por eso no tuve un gesto simpático.

Mi hermana es dos años mayor que yo, pronto irá a la universidad. Desde niñas solemos andar juntas para todas partes y yo estar de acuerdo con sus decisiones. Esta vez no me gustó que aceptara la invitación que nos hizo el desconocido a comer helados, algo me decía que no debíamos ir.

Estábamos lejos del río, mi hermana se había subido a la camioneta, recuerdo bien su insistencia: “vamos manita, es solo un helado, regresamos en un ratito”.

El hombre era de poco hablar, se concentraba más en impresionarnos por su forma de conducir y con la música subida de tono. No respetaba las luces de las esquinas y tomó varias avenidas hasta encontrar la autopista. Mi hermana comenzó a preocuparse y le preguntó – para dónde es que vamos- y el hombre respondió vago –no te preocupes, te va a gustar-.

Yo no tenía mucho desenvolvimiento andando en la ciudad, e igual estaba preocupada porque nos habíamos alejado bastante del camino del río. Mi hermana increpó nerviosa: -señor llévenos a donde nos encontró que ya no queremos helados-, pero el hombre continuaba la marcha cada vez a mayor velocidad.

-Estate tranquila muchacha, tú no ves a tu hermana lo callada que está, es por el heladito que voy a brindar-. Ese gesto sádico que mostró después me preocupó más.

De pronto chillaron las gomas de la camioneta cuando entramos por un camino pedregoso, comencé a ver un jardín bien atendido y detrás unas cabañas construidas en concreto. Justo ese era nuestro destino, el hombre detuvo el vehículo, hundió un botón que hizo bajar la puerta del garaje. Entonces le gritó a mi hermana que había comenzado a llorar: “cállate si no quieres que te arranque la cabeza”.

Opté por mantener el silencio y ocultar la sensación de miedo. Mi hermana, ya en la habitación, aun estaba en llantos, le decía al barbudo: -“Por favor, haz conmigo lo que quieras, pero no le hagas daño a ella”. Acepté encerrarme en el baño como me ordenó el despiadado. Escuché una mezcla de sonidos, la radio, el televisor, los llantos de mi hermana y las burlas del hombre.

-¡Te gusta eso, verdad muchacha!, le repetía a bramidos. Al cabo de un rato, escuché que tocaron la puerta, me asusté más. –Abre-, exclamó y al segundo le abrí. Entró desnudo y me dijo: “Vete”. Me abalancé hacia la cama a consolar a mi hermana, vi sus lágrimas, su cuerpo cubierto por la sábana y su ropa en el piso.

En un santiamén el hombre asomó gritándonos: “vamos putas, hay que irse”.